22 abril 2011

No respiren, que voy a tocar...

Ya pasó tiempo suficiente, desde aquel martes 12 de abril, para asimilar las emociones encontradas que generó la experiencia "Jarrett en el Colón"... entonces, voy a escribir algunas ideas que seguro no son consecuencia del fervor post-concierto (bue!... o sí).



Minutos antes del concierto, en el hall de entrada del Teatro Colón, sólo se veían rostros afortunados, sonrientes por estar ingresando a una vivencia única, irrepetible y memorable. Presenciar un solo piano de Keith Jarrett no es para menos. Yo podía asegurar, de antemano, que este show se sumaría al top five de las performances que más me han impactado, algunas ocurridas en ese mismo escenario: el solo piano de Gismonti en el 2003, las sonatas de Beethoven por Barenboim en el 2002, el Concierto para cello de Dvorak por Rostropovich en 1994 (por pedido del músico, en honor a las víctimas del atentado a la AMIA, la audiencia se retiró sin aplaudir el último bis... una sensación sonora que será imposible olvidar). Pero esta vez no fue así.



Crónica de una neurosis alimentada.

Con todos ubicados en sus asientos, una voz advirtió sobre el uso de filmadoras y cámaras fotográficas. Apareció Jarrett. La gente aplaudió por varios minutos apasionadamente... ese tipo de aplausos dirigidos a la trayectoria. Algo así como "no importa qué nos vayas a dar hoy, ahora te agradecemos por todo lo que ya nos diste". Jarrett advierte que alguien le toma una foto (sin flash), y se retira del escenario. Nuevamente, la voz del teatro advierte sobre las fotos. Vuelve Jarrett, se sienta al piano y toca algo así como una serie de sublimes insultos sonoros. Sí... era su manera de putear a la platea. No dura más de 30 segundos, interrumpe y toma el micrófono. Pregunta si alguien entiende inglés en la sala (una forma sutil de humillar al público local), protesta por las fotos y advierte (ya más inspirado) que una foto cambia toda la música. Luego retoma el piano y realiza una improvisación suave y melancólica, como si quisiera recomponer la relación con la gente... casi un pedido de disculpas por su enojo, elevado y cariñoso. Entonces, al menos yo, vuelvo al entusiasmo del comienzo. Luego, arranca la ¿tercera? improvisación de la noche. Algo más agitada, la música parece más densa, completa el espacio sonoro... pero, claro, es Jarrett probando sonido. Cuando finaliza se queda paralizado mirando las cuerdas del instrumento. Espera al silencio después de los aplausos y dice (todos lo entendimos, porque sabemos inglés) "necesitan cambiar el piano... ¡Éste no suena!". Y sucede algo interesante: incomodado por la calidad del instrumento, tal vez sin saber cómo lograr la inspiración de su próxima improvisación, recurre a sus orígenes y toca como si fuera un piano de salón... el Jarrett más auténtico, en un rítmo entre ragtime y no sé qué, zapatea contra el piso de madera y cada tanto deja escapar su típico gemido. Cuando finaliza recibe el aplauso más intenso de la noche. Pero él no estaba contento... seguía mirando las cuerdas, fijo e inmóvil, repitiendo un gesto de reclamo mientras le pregunta al piano "where are you?". Así comenzaba la noche.

Un robot en el escenario del Colón.

En tan sólo 15 minutos, Jarrett ya había transitado por la puteada musical, la reconciliación, la prueba de sonido y el retorno a los orígenes. Estaba, sin dudas, muy enojado por la calidad del piano y no respetaba al público porque algunos "incivilizados" habrían tomado fotografías con sus celulares. Así que se dedicó a cumplir el contrato y tocó... como un robot. Sí, se transformó en un androide laburante y movió los dedos bajo las recetas que sólo Keith Jarrett maneja. Por supuesto, puso a resonar en la sala una música hermosa, emocionó a todos (en varios rostros hubo lágrimas), deslumbró con capacidad técnica e inventiva rítmica, zapateó como nadie, gimió dulcemente, hizo esas caras de dolor que hacen los músicos para los de las primeras filas, todo... como si estuviera escrito en su propio manual de uso. Pero no estaba siendo el show para el top five.

En sólo 6 minutos no creo nada...

No necesito aclarar que Jarrett es, junto a Gismonti y Piazzolla, el músico que más me ha influenciado. Adoro todos los formatos en los que ha trabajado y admiro profundamente su sonido y filosofía, tanto como pianista, como compositor. Pero el del Colón no fue "ese" Jarrett. ¡Vimos a un hombre copiándolo!



Sus características aparecieron, premeditadamente, para cumplir con la expectativa sobre su repertorio de acciones. Nada resultó creíble, ni necesario. Primero venía el gesto, después la música... y no al revés. Ninguna de las improvisaciones duró más de 6 minutos. Cuando el Jarrett más conmovedor surge en un tiempo extenso de improvisación, suficiente para sumergirse (él y nosotros) en una historia que al rato domina y conduce como si la música tuviera que ser de esa forma, y no de otra. Por eso el disco que más admiro es su Vienna Concert (ECM, 1991), con sólo dos partes, una de 40 y otra de 25 minutos. En estas improvisaciones de menos de 6 minutos no creo nada. Entonces, el concierto en el Colón no es más que una cruz en la lista de los genios que había que ver en vivo. ¿Pero lo vimos en verdad? ¿Qué fue eso que vimos?

¿Michael Jackson, Mettalica o Keith Jarrett?

Es cierto, el público argentino hace cosas que molestan: tosen ruidosamente (¿Acaso es tan difícil hundir la cara en alguna ropa para acallar la tos?), aplauden cuando la música todavía suena (¿No se dan cuenta de que Jarrett todavía pisa el pedal y por lo tanto aún no finalizó?), pelan caramelitos en momentos sublimes y delicados (¿Porqué compran caramelos envueltos en el papel más ruidoso del mundo?)... Pero el público de cualquier parte del planeta hace estas mismas cosas y peores aún!

Lo cierto es que la gente fue sumamente respetuosa esa noche en el Colón. Hubo aplausos afectuosos y reacciones benévolas a los discursos de Keith. Todos queríamos escuchar al gran músico, nadie exigía nada fuera de contexto, hasta se percibía cierta obsecuencia hacia su persona (no faltó un espectador insultando a otro por haber tomado una foto). ¿Puede alguien a esta altura pretender controlar que miles de personas no apunten con sus celulares? ¿Cuánto tiempo necesitaría Jarrett para visualizar a cada espectador y así verificar que sus manos no sostengan un maldito teléfono fotográfico? ¿No se dio cuenta de que ya hay cámaras en todos lados? Si no es el teléfono, te pueden estar tomando una foto desde un aro! ¿No es hasta patético encarar un discurso en contra de youtube? (si ve todo lo que he posteado en esta nota, me mata!) Sin embargo, antes de retirarse por última vez (¡Cómo le gusta irse a Keith!) tuvimos que soportar una arenga contra estos medios, como si estuviéramos escuchando un discurso del líder de Mettalica en la década del 90.



Cuando uno ve (¡Gracias a youtube!) al Jarrett de la década del 60 no se puede entender la transformación de su neurosis. ¡Una metamorfosis comparable a la de Michael Jackson! ¿Cómo pasó de aquella melena a esta tensa lucha contra las cámaras? No creo que sea necesario armarse un personaje neurótico para demostrar obsesividad en la creación. ¿Estas actitudes son, entonces, parte del show? Tampoco creo que sea atractivo adornar la interpretación en vivo con la novela del silencio absoluto. ¿Qué diría John Cage de todo esto? ¿Acaso no es el sonido de la sala parte de la música en vivo?

Finalmente... ¿Queda la sensación de haber conocido algo más cercano a la realidad?... tal vez el ídolo es de esta forma, y el de los discos no es del todo él. ¿Cuál es la verdad? Eso ya no importa... Keith Jarrett puede ser el que cada uno prefiera que sea. Pero, definitivamente, me estoy dando cuenta de que cada vez respeto menos a las personas que carecen de humildad.


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